El mito de Europa Pocos dudan ya de que la idea de una Europa sin fronteras en lo humano y en lo político está en crisis. Sólo los capitales parecen cruzarlas ingrávidos embozados de manera más o menos descarada, mientras el mundo se hunde a su alrededor.
No es nada nuevo; lo vivimos de forma vergonzante hace ya algunos años en las guerra de los Balcanes. Sus heridas no han cesado de supurar y nadie sabe cómo acabaran las revueltas que los bosnios están protagonizando hartos ya de tanta pobreza y corrupción.
La presión de la inmigración a la que están sometidas sus fronteras en el sur, ha hecho estallar las costuras democráticas, cosidas sin demasiada convicción en el caso de algunos cargos y gobernantes del Partido Popular.
En un “plis plas” han conseguido que el prestigio que la guardia civil había venido atesorando tan laboriosamente en los años de democracia, se hundiera acompañando a los cuerpos de los desafortunados inmigrantes a quienes, siguiendo las órdenes no sabemos quién (aún), disparaban pelotas de goma.
A esto se le han venido sumando un sin fin de problemas y desencuentros.
Reaparecen de nuevo los fantasmas del nacionalismo en Suiza, asciende la ultraderecha en Francia, la insolidaridad con los trabajadores extranjeros se adueña de Bélgica y Cameron sueña con duplicar la anchura del Canal de la Mancha.
Y todo esto sin olvidar las secuelas que los rescates han dejado en los países más afectados por la crisis financiera o la inoperancia de la que el viejo continente ha hecho gala para afrontar nuevos escenarios de conflicto en lo internacional; si ayer fue Libia, hoy lo son Siria y Ucrania, a las que se acaba de sumar Bosnia, en los Balcanes, que tanto han dado de sí en la historia Europea.
La distancia entre el norte y el sur se ha ido agrandando. Han aumentado los recelos, cuando no los agravios y unos se rebelan al verse como paganos mientras los otros se resienten en el papel de víctimas de las draconianas medidas a las que se ven sometidos por los mercados.
Como siempre la verdad es poliédrica. Merkel y Sarkozy en su día sintieron el aliento de una oposición, más euroescéptica que ellos en sus pescuezos y se vieron forzados a desenvolverse en su mismo terreno. Sarkozy ha pasado a mejor vida política al tiempo que Merkel gobierna plácidamente con los socialdemócratas después de que Holland se haya rendido con armas y bagajes sin apearse apenas de la moto con la que iba a visitar furtivamente a su penúltima amante.
La paradoja es, sin embargo, que los problemas que tiene nuestro viejo continente sólo podrían afrontarse con "más Europa" y no con menos, que parece que es hacia lo que avanzamos. Sólo unificando políticas económicas y fiscales se evitarán que se reproduzcan los desajustes actuales. Sólo unificando criterios y reforzando a los organismos de control europeos se podrán prevenir en el futuro que declaraciones como la de responsables de un Länder, pongamos por caso, puedan poner "patas arriba" la economía de un socio europeo, como sucedió en el 2011 con el caso de las supuestas hortalizas españolas contaminadas en Alemania.
Zeus, que según la mitología raptó a Europa, tras consumar el acto amoroso, se dice que le regaló, un perro que nunca soltaba a su presa y una jabalina que nunca erraba. Ambos se me antojan ahora más necesarios que nunca; el primero para amarrar la unidad de este convulso continente, y la segunda para acertar en las decisiones que marquen su futuro más inmediato, porque no es que la alternativa sea peor, sino que en el mundo de la globalización hacia el que avanzamos irremisiblemente no cabe otra alternativa, porque como muy bien saben los moradores del Monte Gurugú, a las puertas de Ceuta, tras las fronteras de Europa sólo campan el frío y la desolación.
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